Hay quien te enseña a hablar, a callar, a gatear y a caminar. Hay quien te enseña a dormir y quien te hace perder el sueño. Hay quien te enseña a correr, a levantarte tras caer y quien te cura con mercromina y te alivia el dolor soplando; años más tarde sigues cayendo, pero ni la mercromina cura, ni los soplidos alivian.
Hay quien te enseña a jugar a la pelota, al escondite, a montar en bicicleta; te enseña a atarte los cordones de las zapatillas, aunque mi lateralidad cruzada hace que yo lo haga al revés, como casi todo en la vida. Hay quien te enseña a leer la hora en el reloj dibujándolo en una cuartilla y los números romanos en el envés. Quien te enseña a leer y quien te enseña a escribir; quien te enseña la diferencia entre oir y escuchar.
Hay quien te enseña a respirar, a mirar a los ojos, a vivir. Hay quien te enseña a amar y quienes te enseñan a odiar. Hay quien te enseña a reir, aun más a sonreir, a ser. Hay quien hace tu mundo girar. Hay quien te enseña a comer y quien te enseña a beber. Hay incluso quien te enseña a cocinar.
En una cáscara de sal, humedecida con vino blanco, arropamos un solomillo de cerdo que habremos acariciado con una mezcla de mostaza en grano, cominos y una pizca de canela en polvo. Sabremos que estará hecho cuando lo esté. Cuando huela a que ya es el momento de sacarlo, cuando la sal se haya resquebrajado dejando salir ese aroma que se alía y complementa con el apetito.
Le irá bien el chutney de higos que en su momento guardé para los días en que inclinas la cabeza mientras dices que estaría bien tenerlo a mano para este plato o aquel otro. Higos, cebolla, ajo, jengibre, canela en rama, curry, azúcar moreno, mostaza en grano, vino blanco, vinagre de Jerez, clavo, pimienta negra en grano, piñones tostados y todo el tiempo del mundo. Y es que cuando comes este chutney hecho en casa, te comes el tiempo a cucharadas. Hubo quien me enseñó esta receta, quien me regaló ese tiempo.
Hubo también quien me enseñó la serenidad de la belleza, del equilibrio, de la sensualidad. La belleza tranquila, sin artificios ni aspavientos. Belleza que se oculta y sólo se muestra cuando desea; que se muestra en destellos, en caricias y sensaciones. Sólo belleza… De la Conca de Barberà viene este vino, este trepat, que copa tras copa, botella tras botella, cada vez que lo bebemos, nos da la pizca de belleza que necesitamos cada día para poder caminar.
Nota: Fotografía perteneciente a Kiko Esperilla quien ha tenido la amabilidad de permitir su uso en este post.